En la inmensa obra de Ray Bradbury (spoiler alert), Fahrenheit 451, un grupo de personas decide memorizar el contenido de los libros que son quemados inescrupulosamente en una ficticia era distópica. Que la supresión o la manipulación de la información han sido tópicos recurrentes en la literatura anglosajona del siglo pasado no es novedad. Los happy endings que ofrecen obras de menor relevancia, asimismo, no deben confundirse con los que abrazan la utopía. Que la utopía no es algo imposible de construir, sino algo difícil. Y en la obra de Brabdury que la gente memorice los libros, aunque no sean muchos, aunque sean diez o veinte los que asuman tal empresa; crea una fe en la fuerza de las ideas que vendría ser el acto de resistencia final de la humanidad.
En la impuesta era neoliberal, donde el fomento a las humanidades y ciencias sociales siempre será la última de las prioridades de los domesticados y mediocres gobiernos de la región, donde el aparato ideológico se encarga de vender la idea del éxito individualista y las precarias condiciones de existencia no permiten una atención permanente a la barbarie institucional; también hay actos de resistencia. Aquí, más allá de la crítica al eurocentrismo, queremos invitar a reevaluar y/o repensar lo que fue el gran acontecimiento de la centuria pasada: la Guerra Fría. Esta grandilocuente tensión entre los Estados Unidos y la Unión Soviética no culminó necesariamente con el fin de la historia y la consagración del modelo económico de libre mercado como inexorable y propicio modus vivendi. Lo cuestionamos por varias razones, pero hoy especialmente por una: la invención del Internet.
«Menos Mark Fisher, más Xi Jinping», hemos leído con entusiasmo en redes sociales, a propósito del increíble éxito alcanzado por la República Popular China en la lucha contra la crisis pandémica del 2020. En el Internet podemos encontrar desde pequeños grupos de Facebook que dedican su tiempo a la discusión de teoría crítica o comunidades creadas con el fin de compartir obras virtualizadas de ciencias sociales, artes y humanidades. Durante la Guerra Fría, la guerra tecnológica hizo que los Estados Unidos invirtieran una cantidad inconmensurable de dinero en proyectos militares que aspiraran a la descentralización de la información a través de cables. ARPANET fue, finalmente, el embrión de lo que hoy utilizamos cotidianamente a través de minúsculos aparatos.
Pero eso solo es un tentempié de lo que significa la comunión entre conexiones a nivel ecuménico. Porque eso es, finalmente, el Internet (que la RAE dice la Internet pero aquí somos feligreses de Marco Aurelio Denegri), una herramienta. Este planetario instrumento ha acercado las cosmovisiones de todas las latitudes. Bien podemos acceder a un catálogo de lo mejor del post-rock islandés y el emotional hardcore yankee como información actualizada los últimos avances médicos o la respuesta soviética a la propaganda estadounidense por medio de la animación. Es decir, el Internet, como causa directa de la consolidación del capitalismo en pleno conflicto tecnológico, ha democratizado la sociedad de formas impensadas. Pero todavía falta mucho pan por rebanar. Para mayores luces: Julian Assange. Uno de los grandes héroes de nuestros tiempos. Utilizó el Internet para divulgar información de relevancia universal pero el aparato represor no dudó en actuar.
Esta visión dialéctica de la maquinaria cultural fue advertida hace muchas décadas por autores occidentales o por el propio Mariátegui por estos lares. La visión del realismo capitalista, que subrepticiamente es una oda al ambivalente escepticismo, surge como débil réplica a las tesis que se niegan –ahistóricamente– a cuestionar los factores que movilizan a las sociedades a la construcción de modelos alternativos de administración de las dependencias humanas. Marx decía que «la tecnología pone al descubierto la relación activa del hombre con la naturaleza, el proceso inmediato de producción de su vida, y, a la vez, sus condiciones sociales de vida y de las representaciones espirituales que de ellas se derivan». No es que el Internet reemplace a la política real, eso ni pensarlo. Pero es el síntoma de la inexorable destrucción de las fronteras y la ambiciosa postulación de un modo de vida comunitario desde la democracia directa.