Lucharon por la patria

En memoria de Inti y Bryan y en conmemoración de la gesta juvenil del 14N.

Eran las siete y media de la noche. Después de varias idas y vueltas, finalmente decidí salir de Plaza San Martín y encontrarme con un grupo de compañeros en Palacio de Justicia, donde se había aglutinado una inmensa cantidad de jóvenes para manifestarse contra el gobierno de Manuel Merino. Le dije a Roberto y a Nicolle que nos quedemos ahí, que encontraría a unos amigos más y podríamos compartir unos momentos por el cumpleaños de Oriana, a quien encontré arengando junto al gremio estudiantil de su universidad. Le di un fuerte abrazo y salimos en búsqueda de los demás. En el camino, empezamos a conversar sobre el carácter de la movilización. Parecía que la protesta llegaría pronto a su fin, sin la multitud del día doce y sin haber cumplido el objetivo de manifestar nuestro repudio a la clase política en la propia Plaza Bolívar. «Parece que hoy salió puro tibio del Partido Morado», me animé a soltar. Edson estaba a unos metros, frente al Museo de Arte Italiano y saludaba con avidez al ver nuestra llegada.

  • No puedo quedarme, Dantemon, hay un grupo que está avanzando en Piérola –dijo Edson, con una asombrosa convicción–.  Parece que intentarán llegar al Congreso. Iré con Piero y dos amigos más.
  • ¿Estás seguro? Venimos de ahí y no parece haber mucho movimiento.
  • Tenemos que ir, pero nos vemos al final, no te pierdas.

Piero y Edson me dieron un abrazo y se despidieron de mis amigos, con quienes dimos la vuelta e hicimos un círculo de jolgorio alrededor un grass cercano. Pasados unos minutos, la noticia del apagón en Plaza San Martín nos alarmó. Nicolle se despidió del grupo, alegando que se uniría a una fuerza de vanguardia que iba a partir desde Jirón de la Unión con convicción hacia la avenida Abancay. Oriana tuvo algunos mareos, como mal presagio de lo que vendría después. Finalmente la dejamos con unas amigas y yo me despedí de Roberto, después de que Piero me informara que estaban empezando a gasear alrededor de la Estación Colmena del Metropolitano. Tenía mucha incertidumbre. No tenía miedo, pero tampoco quería estar solo. Fiorella, otra buena amiga, me contaba por WhatsApp que estaría con un grupo de amigos en Plaza San Martín. Entonces el plan era ir hasta allá y luego corroborar el estado de la revuelta.

Cuando llegué, por Jirón de la Unión, hasta la cuadra de restaurantes que rodea la plaza, decidí llamar una vez más a Piero. Me confirmó, sin ningún titubeo, que los efectivos de la PNP habían hecho retroceder a algunos grupos de manifestantes y que en cualquier momento empezaba la batalla campal en la avenida Abancay. Me pidió que hiciera lo posible por llegar, que los gases lacrimógenos se habían generalizado y que iban a necesitar bastante ayuda. No vacilé y decidí ir directamente hacia el Parque Universitario: mis compañeros estaban luchando contra la represión fascistoide de la policía. Lo que vino después fue propio de una película de Costa-Gavras.

Avancé por Piérola vertiginosamente, observando al primer grupo de jóvenes que eran reprimidos alrededor de la sede del Jurado Nacional de Elecciones. Para eso, yo ya empezaba a sentir los inclementes efectos de las lacrimógenas. No tenía más protección que una vieja mascarilla N95 y una banderola con la inscripción «NUEVA CONSTITUCIÓN O NADA». Recordé que Nicolle, justo antes de irse, me entregó una pequeña botella de spray con agua y bicarbonato de sodio. Me rocié todo el rostro y la mascarilla para que disminuyera, progresivamente, el ardor que no me dejaba respirar. Gracias a eso, pude seguir hasta la Estación Colmena, donde empecé a observar el horror. Los gases se expandían hacia los cuatro puntos cardinales.

Heridos de perdigones de plomo y armas de fuego que clamaban por auxilio en las pistas y veredas, heroicas brigadas médicas que retiraban a los más afectados y trataban de reanimarlos, compañeros que luchaban contra la fuerza desproporcionada de los efectivos con palos y piedras, jóvenes que se desplomaban por la excesiva y violenta proliferación de gases lacrimógenos, guerreros que trataban de curar sus heridas para seguir contribuyendo a la lucha y, finalmente, solidarias cuadrillas que repartían vinagre y bicarbonato para evitar más desmayos y bajas en el combate. Todo eso lo presencié. Fui testigo ocular. Como no tenía mayor protección, me resguardé tras los escudos que cargaban varios manifestantes y caminaba en zigzag para evitar cualquier contingencia ante el abuso policial.

Caí por primera vez, asfixiado, cuando trataba de cruzar hacia el cruce con el Jirón Azángaro y dos valientes personas me levantaron la cabeza, me mojaron la cara y me rociaron agua con bicarbonato. Dos o tres minutos después, pude recuperarme y seguir avanzando con prisa. Siguiendo por Piérola encontré un camino aparentemente despejado hasta el cruce con la avenida Abancay. Llamé a Piero, desesperado, preguntándole si estaba seguro de que la represión estaba en Abancay y no, más bien, en Piérola. Cuando me iba a responder, observé como empezaban disparar hacia la trinchera que había construido la primera línea de manifestantes. Las lacrimógenas llegaban, inclusive, hacia la segunda línea y causaban estragos entre los jóvenes, que se negaban a retroceder contra todo pronóstico. Su valentía me animó y corrí hacia el cruce, donde el bicarbonato nuevamente me ayudó a resistir la inclemencia de la asfixia.

Estaba justo detrás de la trinchera de primera línea, donde resaltaban los compañeros barristas, las y los desactivadores de bombas y el escudo de la Juventud Comunista. Me alejé para buscar a Piero y Edson, agitado por la preocupación que me causaba su ausencia. Ahora sí tenía miedo. Y de repente:

  • Dante, Dante, ¿cómo has llegado hasta aquí? –los ojos de Piero brillaban al encontrarme sano y salvo–. Son unos hijos de puta, miserables, están masacrando a la gente, men.
  • Lo he visto, hermano.

Edson me abrazó y me dijo que estaban alternando entre la primera y segunda línea, rotando posiciones con otros compañeros. Era lo correcto. Cuando me recuperé parcialmente, fuimos hacia la primera a seguir luchando. Tenía el alma enardecida ante lo que había presenciado en los minutos previos y empecé a gritar con todas mis fuerzas: ¡perros de mierda! ¡miserables asesinos de mierda! La represión proseguía imparable. Su estrategia era bastante burda: lanzaban lacrimógenas y esperaban que los compañeros se acercaran a devolverlas para disparar a quemarropa. Tirábamos piedras y palos como respuesta inmediata, pero la policía insistía con avanzar y recuperar cada vez más terreno. Ante la imposibilidad de hacerlo en medio de la avenida Abancay, empezaron a repartirse por entre el perímetro de la sede de Alzamora Valdez del Poder Judicial.

Pronto estaban lanzando perdigones a traición desde sus nuevas posiciones y continuas bombas lacrimógenas eran arrojadas hacia detrás de las rejas que rodean el Parque Universitario. Yo empecé a gritar, advirtiendo a los demás de los movimientos de la policía. Lamentablemente, empezó a caer gente nuevamente, y eran trasladados por valientes compañeros que cargaban los cuerpos hasta el punto donde se ubicaba la brigada médica. Los más cubiertos devolvían con eficiencia las bombas lacrimógenas y otros simplemente se arriesgaban. Increíblemente, se logró que los efectivos retrocedieran a sus posiciones originales, donde finalmente se replegaron para el encuentro final. Piero y Edson, exhaustos y asfixiados, descansaban en la segunda línea. Decidí seguir con convicción en la primera, cuando cayeron una incontrolable cantidad de gases lacrimógenos que se respondió con más piedras, y esta vez, también lanzando los propios perdigones que disparaban. El bicarbonato ya no hacía el efecto esperado y me fui, al borde del colapso, a la segunda línea.

Llegué perdiendo la mayor parte de la consciencia, pero con un hálito que me inducía a resistir. Caí por segunda vez. Edson advirtió mi desplome. Escuché su voz y luego las de otros compañeros que llegaban con Piero. Expulsé saliva durante tres minutos. Realizaron el mismo procedimiento y logré levantarme después tomar una inmensa cantidad de agua. Conocía mis límites: ya no daba más. Pese a esto, volvimos por última vez a primera línea. Anunciaron una primera muerte y esto repercutió en los ánimos de los compañeros, que se lanzaron furiosos para lograr el retroceso de posición de la policía. La policía, esta vez, no respondió con la crueldad de toda la jornada. Sencillamente se quedaron en sus posiciones. Así pasaron varios minutos. Revisé mi teléfono, tenía numerosos mensajes de familiares y amigos preocupados por mi integridad. Los compañeros aprovecharon y crearon una trinchera más grande, con rejas de fierro donde pude colocar la bandera de la Nueva Constitución.

Varios reporteros se acercaron y tomaron fotos a lo que sucedía en ese momento. De pronto, empezamos a alzar las manos en señal de tregua, ante el evidente cansancio de la policía, que se protegía con la inmensa fila de escudos que repelían los ataques. La violencia había sido descomunal y absolutamente desproporcionada. Piero, Edson y yo no podíamos dejar de pensar en el compañero muerto. Luego se informó de una segunda muerte. Nos fuimos acercando con las manos alzadas. Hice el amague de coger un perdigón, por si acaso, pero un compañero me lo impidió y me dijo que ya estaba, que ya se había acabado y vi que los dirigentes exigían lo mismo a todos los jóvenes que intentaban recoger o todavía cargaban piedras y palos. Cada vez nos acercábamos más a la policía. Ya era prácticamente una tregua y todos empezaban a respirar y a lanzar arengas contra los asesinos de nuestros compañeros. La batalla había culminado. Fui al frente con la bandera de la Nueva Constitución y me encontré con la compañera Solange, con quien llevamos la tela que fue captada por las cámaras de los medios que cubrían el enfrentamiento.

Los cánticos no cesaban y la prensa empezaba a recoger declaraciones de los jóvenes manifestantes. La segunda línea, con la inmensa bandera del Perú a cuestas, avanzó hacia la primera y las arengas se volvían multitudinarias. No sabía bien qué hacer, me hacía el duro pero me sentía seriamente afectado. Les dije a los muchachos: «Ya está, gente, ya está» como diez veces pero no sabía bien qué realmente «ya estaba». Después de respirar un poco, se aclararon mis pensamientos. Estaba orgulloso de ellos y de todos los jóvenes que participaron en la confrontación contra el gobierno opresor. Eso era: nunca había sentido tanto orgullo y admiración en mi vida. No tenía muchas fuerzas, pero intenté caminar por mi cuenta para conseguir algo de agua y papel para el sudor.

  • Es una tregua –dijo Piero–. Ya cumplimos
  • No hay nada más que hacer acá, Dantemon –añadió Edson.

Los muchachos se apoyaban en mis brazos para ayudarme a caminar por la inmensa y lúgubre avenida Abancay, mientras yo, finalmente, empezaba a sollozar.

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