Artículo por Fernando Zabala (docente y dramaturgo)
A menudo trato de explicar a mis alumnos de dramaturgia que ser original no solo se trata de fundar una convención, un estilo o una estética determinada. En realidad va más allá de crear un nuevo modo de escribir teatro.
Soy de los que piensan que todo ha sido escrito por los grandes autores universales. Estos autores han tratado la condición humana como ninguno. En cada obra nos hemos encontrado con un teatro que identifica plenamente a sus espectadores, con una vigencia tan absoluta como asombrosa.
Sin embargo, las autoras y autores contemporáneos, no nos hemos quedado sin tela para cortar. La manera de escribir y la singularidad de cada autor, es única e imponderable. Por ello, podremos escarbar en el presente inmediato y encontrar nuevas formas que puedan volver original y novedosa nuestra obra. Los dispositivos son variados y contamos con un mundo que aún no ha sido narrado: «El propio».
No se trataría tanto de descubrir un género nuevo, ni tampoco de crear trabajos híbridos que reemplacen lo meramente teatralista. En tal caso, se trataría de ser original en la forma de contar mi obra. En la forma que tengo de desplegar los personajes en mi historia y posiblemente, en la fusión entre tipos de estructuras, dispositivos, escenarios y espacios que antes no se hayan combinado.
Ser original es dejar de contar lo que ya se viene contando desde hace siglos. Ahora bien, no se trata tampoco de desconocer ciertas estructuras que hacen dinámica nuestra historia y que la vuelven potencialmente teatralista. Por el contrario. Yo siempre propongo un ejercicio que es bastante básico y simple. Les digo a mis alumnos que empiecen por indagar en lugares oníricos. Les pido que se conecten con los sueños, con los recuerdos, con lo arcano, con lo indescifrable, con lo íntimo de su imaginario más profuso. Aquello que no le prestamos atención alguna y que sin embargo, allí encontramos una poderosa caja de pandora.
En esos lugares sublimes y fantásticos, es donde ellos tendrán que hallar los personajes que se alejen de todo realismo limitante y es en ese caudal medular, que deberán buscar los mundos y submundos con sus conflictos esencialmente potenciales, para conmover a nuestro espectador.
Es en ese espacio inmaterial, es allí mismo donde prefiero trazar mí búsqueda explorativa y detallista de la imagen que descubro y tomo, tratando siempre de encontrar las palabras precisas para describir lo que se vuelve inenarrable. Creo mucho en los espacios oníricos y en las dimensiones abstractas de los sueños como punto de partida, de allí proviene muchas veces la carne de una obra y la metáfora es su hueso.
Cada vez que voy al teatro, busco los espectáculos que me envuelven en esa forma alocada y libertaria de contar una buena historia, pero siempre teniendo en cuenta la transformación que tiene que generar en mí y en el espectador circundante que busca salir de lo ya establecido.
Por ello, creo indispensable pensar en una dramaturgia de amplia renovación y no en una repetición de viejos mecanismos y convenciones.
En la forma de contar mi obra, aparece ineludiblemente el secreto para poder fugar a otros puntos que antes no se hayan explorado. Las buenas historias no se nutren de convenciones solamente.
Una buena historia va a depender de mí universo creativo y en la manera que yo tenga de contarlo. También en los conflictos y en la tensión dramática necesaria que mantenga a mí obra en pie. En el clímax y en la forma de enlazar a los personajes en sus crisis. Pero fundamentalmente, mi historia va a ganar sentido y forma, cuando yo pueda describir y tener en claro aquellos mundos de ensueño que aparecen en mí estado de vigilia y que son tan únicos y reales, que se vuelven rotundamente inefables.