Fue el azar quien lo hizo nacer lejos de la Argentina; específicamente en Bélgica, lugar que en ese momento se preparaba para la llegada de los alemanes a su territorio, pues estaba por comenzar uno de los enfrentamientos bélicos más importantes de la historia de la humanidad: La Primera Guerra Mundial. Fue el azar —¿o lo fantástico? — lo que le provocó la muerte debido a una mala transfusión de sangre que le causaría finalmente el virus del sida, y, posteriormente, una leucemia que lo mandaría a descansar eternamente en el cementerio de Montparnasse. Pero a pesar de estas peculiaridades dentro de lo que fue el origen y el final de su vida, Julio fue siempre un gran escritor y una gran persona. Porque lo podemos llamar Julio, así, con plena confianza; como si fuese un amigo. Pues la figura de este gigantón bonachón inspira, principalmente, una amistad que sobrepasa las palabras y los libros. Con ese dulce castellano que por momentos se amalgama con el francés. La figura de Julio Cortázar significa, no solo para la Argentina, sino para los latinoamericanos en general, el compromiso de un escritor con una causa lingüística, literaria; artística.

Tuve la suerte de que el primer libro de cuentos que cayera a mis manos fuese su Bestiario. Porque tras esa lectura, tras ese primer cuento —Casa tomada—, me sentí como García Márquez se sintió al leer por primera vez La Metamorfosis de Kafka. No sabía que la literatura podía provocar esos matices emocionales; ese desconcierto. Porque a pesar de no tener experiencia, uno se sabe frente a un buen texto. Claro, estas pueriles lecturas representaron mi primera etapa como lector. Las figuras de Tolstoi, García Lorca, Orwell y otros que me maravillaron, tardarían en llegar. Tal vez allí radique mi debilidad por Cortázar. Pues él representa lo que para muchos puede representar la figura de un primer amor: alguien que te abre las puertas de una experiencia ignorada. Porque la literatura es también el planteamiento tácito de cuestiones que antes desconocía. Y es que uno suele admirar lo que no puede hacer. Y por eso, el cariño a Julio es eterno.
Como todo aquel que pretende escribir, Cortázar fue un solitario deseoso. Sería exacto decir que la vocación literaria es una actividad que se alimenta de la soledad. Porque es solo en ese estado donde los pensamientos llegan a ser más sonoros. Donde el lenguaje no verbal retumba en las sienes y organiza una orquesta textual que es confiada, exclusivamente, a los dedos de la mano. Donde el pudor poco importa y es mitigado por el entusiasmo de escribir una palabra sobre otra. Donde el insomnio por fin tiene una utilidad y empieza a dar regalos después de tantos castigos.
Por su parte, la noción estilística de Julio Cortázar no pretendía servir a una noción meramente estética del lenguaje, sino más bien, del afianzamiento de una técnica que represente la fiel expresión del escritor con lo que tenga que decir: «Si tienes alguna cosa que decir, y no la dices con el exacto y preciso lenguaje con que tiene que ser dicho, de alguna manera no lo dices o lo dices mal». De ahí que Julio Cortázar haya publicado por primera vez — es decir, de un modo serio— a la edad de 37 años. Luego de corregir y escoger algo que realmente valga la pena para el lector. Y desde luego, después de sentirse dueño de una técnica que lo representaba. La exigencia personal de un escritor es sumamente necesaria para parir obras de calidad.
El legado que Cortázar dejó al cuento latinoamericano es indiscutible. Gracias a su aporte, el escritor argentino posicionó nuevamente al cuento al nivel más alto y popular que desde décadas le había sido arrebatado por la novela. Tal y como lo hicieron sus maestros: Borges, Arlt y Quiroga. Y es que su labor literaria lo ha llevado a estar al día de hoy dentro del canon literario de la literatura latinoamericana del siglo XX: lista exclusiva que es reservada para solo algunos.
Por esto y más, te debemos tanto, Julio.