El canon literario suele concebirse como una lista de textos que cualquiera que se considere “letrado” debería leer. Los textos del canon son los que suelen llegar a las escuelas y universidades como parte de la instrucción básica de los ciudadanos en cuanto a la literatura nacional de su país de origen y la literatura mundial en su conjunto. El aura de intocabilidad que suele rodear a dichos textos hace que muchas veces se los lea a priori, no desde una postura crítica, sino casi como un objeto sagrado que hay que conocer y reverenciar.
Pero el canon literario también puede concebirse como una práctica. La literatura es un campo de poder atravesado por otras prácticas sociales, y sirve para cuestionar o reafirmar las relaciones hegemónicas. La inserción de un texto en el canon es parte de una estrategia para promover ciertas concepciones de lo literario y no otras. Bill Ashcroft y Gareth Griffiths en su libro El imperio contraescribe (1989) proponen que “la subversión de un canon involucra la concientización y la articulación de las prácticas de lectura y las instituciones, y tiene como resultado no sólo el reemplazo de ciertos textos por otros (…) sino también crucialmente la reconstrucción de los textos canónicos a través de prácticas de lectura alternativas”.
Propongo a manera de ejemplo la obra de Arthur Miller Las brujas de Salem (1953), que ingresa al canon estadounidense como un alegato acerca del peligro de las ideologías monolíticas y maniqueas que instan a sus participantes a dejar de lado la racionalidad y el pensamiento crítico a través de mecanismos como el miedo y la paranoia. Miller recurrió al episodio de la cacería de brujas en Salem, Massachusetts en 1692 para referirse en verdad a la persecución de intelectuales de izquierda que estaban llevando a cabo el senador Joseph McCarthy y el Comité de Actividades Anti-Americanas. Miller reformula los principios de la tragedia clásica para darle un uso político, mostrando al hombre moderno como un héroe trágico a merced de las leyes de un sistema injusto contra el cual no puede pelear. Y es en ese marco que se ha leído tradicionalmente al héroe de Las brujas de Salem, John Proctor: un hombre íntegro, trabajador, honesto, que se planta frente a los jueces de Salem para salvar a su esposa y se niega a renunciar a sus principios.

Sin embargo, como todo héroe trágico, Proctor tiene una falla o hamartia: la atracción que siente hacia la perversa Abigail Williams, su sirvienta de diecisiete años, despedida por su esposa tras descubrir la infidelidad de su marido. Abigail es presentada por Miller lisa y llanamente como una villana. No tiene escrúpulos en manipular la verdad, autoflagelarse para incriminar a otros y vengarse de la señora Proctor haciéndola matar por bruja para quedarse con su marido. Proctor se refiere a su relación con Abigail comparándola con el intercambio que existe entre un semental y una yegua en un establo, implicando que no se trató más que de un desahogo de su lujuria animal. Elizabeth, su esposa, hacia el final de la obra lo perdona y le dice que ella misma es responsable de lo ocurrido por haber sido una esposa fría. Proctor no acepta la disculpa, pero el público queda reconfortado: el héroe es reivindicado. Para terminar de exculpar a Proctor, Miller comenta en el epílogo que se rumorea que después del juicio Abigail Williams fue vista en Boston ejerciendo la prostitución.
Ahora bien, ¿podemos sostener esa interpretación en el siglo XXI? ¿Podemos pensar que un hombre de edad madura, prestigioso y de carácter notablemente fuerte, puede haber sido corrompido por su sirvienta de diecisiete años y que la verdadera responsable es su esposa? Muchos aspectos de la situación parecen remitirnos al movimiento #MeToo y las excusas presentadas por los abusadores: responsabilizar a las víctimas, presentar al hombre como un animal con impulsos incontrolables, y sobre todo, usar todas las virtudes del abusador como excusa para disculpar esa única debilidad. En un experimento interesante, la dramaturga Kimberly Belflower escribió una obra llamada Proctor es el villano, en la cual se contrapone la lectura escolar de Las brujas de Salem con un caso de abuso en el colegio. Belflower señala el peligro de naturalizar la conducta de Proctor a los ojos de jóvenes vulnerables que podrían pensar que son responsables de los impulsos sexuales de otras personas. ¿Quitamos Las brujas de Salem del canon escolar, o actualizamos nuestro modo de leerlo? Creo que la segunda opción es más enriquecedora y estimulante.
